He aquí uno de los grandes jugadores de todos los tiempos, una leyenda, un mito para el planeta entero, universalmente aclamado. Y he aquí un campeón, quien, delante de dos mil millones de personas, le daba el toque final a una de las sagas más extraordinarias de la historia del fútbol.
He aquí un hombre providencial, un salvador, quien fue buscado, como Aquiles en su tienda de resentimiento y rabia, porque se le hizo creer que era el único capaz de prevenir la destinada declinación de sus compatriotas. Mejor todavía, él es un “Súper Aquiles”, quien – a diferencia del libro de Homero – no esperó por un Agamenón (en este caso, un Raymond Domenech) que viniera a rogarle para que volviera a enrolarse. Es más, él decidió por cuenta propia y espontáneamente, luego de haber “oído” una voz que lo llamaba, regresar desde su exilio español y – poniéndose nuevamente su brillante armadura y flanqueado por sus leales mirmidones (Makelele, Vieira, Thuram…) - revirtió el nuevo infortunio de los aqueos y les permitió avanzar juntos exitosamente.
Y entonces este valiente caballero, quien está a un pelo de la victoria y a minutos del término de un histórico duelo (y de una carrera que lo llevará al Panteón de lo Dioses de los Estadios, después de Pelé, Platini y Maradona); este gigante que, como los Titanes del antiguo mundo, vivió la Gloria, el Exilio, el Regreso y la Redención; este redentor, este ángel azul vestido de blanco, al que sólo le quedan unos pocos peldaños para llegar al Olimpo, comete un loco e incomprensible acto que le vale ser descalificado del ritual futbolístico. Es la última imagen de él que quedará en la historia y que, en lugar de constituir una apoteosis, lo lanzará al infierno.
Nadie sabe, mientras escribo esto, qué ocurrió realmente en el campo del Estadio Olímpico de Berlín. Nadie sabe lo que el italiano Marco Materazzi hizo o dijo (en el minuto 111 del duelo en que el héroe había dominado con toda su gracia) para poner nuevamente en alerta a esos viejos demonios de un niño de las calles de Marsella, aquellos demonios que los códigos de honor del fútbol, su ética y estética están llamados a aplacar. Incluso si supiéramos la razón, incluso si tuviéramos la certeza de que el italiano lo insultó a él o a su madre, padre, hermanos, hermana; incluso si tuviéramos una “caja negra” con lo sucedido en esos veinte segundos que vieron al campeón destruir de un santiamén su leyenda, que es una mezcla de rey secreto, un dulce hombre de las obras de Dostoievski, el cuñado idea, el futuro alcalde de Marsella y, finalmente pero no menor, el carismático capitán liderando sus tropas a la consagración; incluso si supiéramos toda la historia, este suicidio sería como el común de los suicidios.
Ninguna razón en el mundo –ninguna provocación o comentario repugnante- nos explica el desesperado acto de un hombre, nos explica por qué el ícono planetario en que Zidane se convirtió, un hombre más admirado que el Papa, el Dalai Lama y Nelson Mandela juntos, un semidiós, un elegido, este gran predicador por consenso de una nueva religión y de un nuevo imperio en construcción eligió explotar justo ahí, en lugar de esperar unos pocos minutos para armar la riña fuera del campo.
No. La verdad es que seguramente no resulta sencillo estar en el pellejo de un ícono, un semidiós, un héroe, una leyenda. La única explicación plausible para tan bizarra precipitación – que, recuerden, vino luego de dejar pasar un rato desde el maquiavélico y planificado ultraje del italiano- es que había en ese hombre una especie de vuelta al comienzo, una última sublevación en contra de la parábola de la vida, de la estúpida estatua, del monumento beatificado en que había sido transformado en los últimos meses.
La insurrección del hombre en contra del santo. Una negación del aura que se puso sobre su cabeza y que él, casi lógicamente, pulverizó de un cabezazo, como diciendo: “Soy un ser humano, no un fetiche; un hombre de carne y hueso, con pasión, no ese vacío e idiota holograma, ese gurú, ese psicoanalista universal, ese hijo natural de Abbé Pierre y de la Hermana Emmanuelle, en que el fanatismo por el fútbol estaban tratando de convertirme”.
Fue tan fuerte su reacción, que él parodiaba el título de uno de los más grandes libros del siglo XX, antes del triunfo de la liturgia del cuerpo, la actuación y la mercancía: “Ecce Homo”. Sí, el hombre, el verdadero hombre, no uno de esos absurdos monstruos o estrellas sintéticas fabricadas con el dinero de las marcas y el murmullo de una masa globalizada. Aquiles tenía su talón. Zidane tendrá su magnífico y rebelde cabeza que lo llevó, de repente, de vuelta a los rangos de sus hermanos humanos.
* Filósofo Francés nacido en 1948 en Argelia y fundador de la escuela de los Nouveaux Philosophes. Autor de gran cantidad de libros entre los que destacan: Bangla-Desh, Nationalisme dans la révolution, 1973. La barbarie à visage humain, 1977. Idéologie française, 1981. Le siècle de Sartre, 2000. American Vertigo, 2006
Créditos. El ensayo apareció hoy (12/7/06) en EL MERCURIO (edición en papel), con derechos exclusivos de THE WALL STREET JOURNAL AMERICAS. Por lo tanto, no estaba en internerd. así q lo copié del diario directamente. La foto corresponde a la portada de PUBLIMETRO de París del lunes 10 de julio.
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